“El fuego del capital” no solo ilumina el camino del progreso, sino que consume, de manera implacable, los restos del antiguo mundo. Cada avance económico, cada nueva forma de producción, ha sido como una llamarada que arrasa con lo establecido, transformando el tejido social y económico en su estela. La transición del feudalismo al capitalismo industrial, la desaparición de economías agrarias ante la maquinaria del capital, o la globalización que derrumba mercados locales, son solo algunas de las formas en que el "fuego" del capital ha dejado atrás un paisaje de ruinas.
Lo que antes era estable y familiar, ya fuera una comunidad agrícola, un comercio local o una industria artesanal, sucumbe ante la fuerza destructiva del capital, que no solo crea nuevas oportunidades, sino que también borra las viejas estructuras. Así, lo que una vez fue el "antiguo mundo" de relaciones más cercanas y modos de vida sencillos, es devorado por la voracidad del capital, siempre en busca de expansión, eficiencia y rentabilidad. Pero como todo fuego, la transformación no es sin dolor: las cenizas del pasado no solo nos recuerdan lo que hemos perdido, sino que también arden con las tensiones y desigualdades que ese fuego mismo ha generado.
El capital, en su constante búsqueda de renovación y conquista, no respeta las fronteras del viejo orden. Es una fuerza que arrastra consigo todo lo que encuentra, sin distinción, y deja atrás un mundo nuevo, pero muchas veces fragmentado, lleno de contradicciones. En este proceso de "quemar" el antiguo mundo, la historia económica nos revela las huellas de lo que fue, pero también las semillas de lo que podría ser: un terreno árido que, con el tiempo, podría dar paso a nuevos sistemas, nuevas luchas, y nuevas formas de poder."
Esta metáfora de "quemar" el antiguo mundo refleja cómo el capital no solo destruye, sino que también obliga a la reinvención, una reinvención que a veces deja más preguntas que respuestas sobre qué hemos perdido en el camino.
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